jueves, 16 de enero de 2014


Un clavo saca a otro clavo; eso dicen, pero se ha demostrado demasiadas veces que pocas veces es así. Me explico: en parte, tienen razón. Hay clavos momentáneos que nos ayudan a olvidarnos que, hace algún tiempo, quizás no demasiado, fuimos la tuerca que se enrolla al tornillo. Nos hace creer que hemos superado la soledad, el miedo, la inseguridad, la decepción, la devastadora y profunda confusión de quien ha decidido estar solo y no está conforme con el resultado. No estar conforme es decir poco; estás atrapado, hundido, perdido en un juego que has creado por tu hipotético propio bien. Pero la práctica generalmente supera a la teoría, por muy sabios que seamos. La práctica, la experiencia in situ de algo que solo hemos imaginado hasta el momento, es mucho más voraz que cualquier cosa que seamos capaz de idear con nuestras burdas y primitivas ideas. Seremos la generación del cambio, la generación ni-ni, o la generación de los cabeza de chorlito que vivimos con los pulgares sobre pantallas que no entran en los bolsillos de los pitillo; pero nunca estaremos preparados para superar mentalmente a la realidad, para evadirnos del estado físico donde todo se mide en segundos, metros y fajos de millones.
Los clavos son para aferrarte a algo, a un bote salvavidas que evite el colapso total, la pérdida infinita de rumbo; no para hacer lo contrario. Así que, hasta que el clavo original esté oxidado, viejo, inservible, inútil, desechable, listo para ser sustituido, porque sabes que no sirve para nada, y que jamás volverá a ser como ha sido en algún momento; es cuando puedes estar tranquilo y, decidido, escoger otro clavo que lo sustituya. El problema, como casi todo en esta vida, es el ritmo. Saber cuando es el momento adecuado, y cual es la velocidad correcta. 

Y, ante ti, tienes los dos malditos y ya mencionados clavos. El viejo, al que te aferras a más no poder, aunque sabes que está roto, en pedazos; o, incluso peor, que se ha recompuesto a si mismo, y ya está aferrado a otro lugar. Pero, sea como sea, hace tiempo que ese clavo no está contigo. Simplemente, continuas imaginándolo, sintiendo que es un fantasma que no quiere separarse de lo inevitable, aunque ya lo haya hecho. El nuevo, que no sabes si está o no está, o que hace. No tienes ni idea. Es algo totalmente extraño, algo que hace demasiado que no haces, y no estás seguro de que seas capaz de volver al juego, a poner todo lo que tienes sobre la mesa y a apostar al peor postor, rezando para que la ruleta deje que la fortuna plateada sonría en tu número fatídico. No sabes que rumbo tomar, como actuar, y cada palabra que dices te parece que sobra, que es un saco cargado que obstaculiza el camino. 
Te sientes demasiado mayor para volver a ese tira y afloja, a esas tonterías que antaño te hacían sonreír y que matarías porque vinieran de la persona correcta; o por tener el valor de enviarlas. Ahora, que nos da la sensación de que hemos vivido demasiado en poco tiempo, de que las canas están empezando a salir entre los mechones que antes nos gustaban en colores chillones, que tenemos la seguridad de hacer lo que nos sonrojaba ver delante de nuestros padres cuando ponían en la televisión alguna película americana; no somos capaces de dejarnos llevar. Porque conocemos las consecuencias y, en parte, estamos hartos de las miradas vacías que se esquivan, de tener que saludar por educación, y de compartir lugar de trabajo y aire para respirar con alguien a quien dejaste con las piernas tibias. Eso no se hace. Y como todos tenemos nuestro peculiar "mierda, ojalá cruce la calle", no nos atrevemos a seguir jugando.

Nos volvemos débiles, nos escondemos de nuestras necesidades, enfatizando nuestro miedo. Pero es lo que somos. No hay solución posible, sino esperar a que todas las señales nos parezcan las correctas para dar el siguiente paso. Pero, ¿cómo esperar señales, si ni siquiera las enviamos?

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