sábado, 1 de agosto de 2015



Somos seres de costumbres, ideados por y para ellas. Nos dejamos amoldar a un rutina que, pese a que nos arriesguemos a arruinarla por el pesar de las horas repitiendo el mismo compás, es aquello que nos define; algo así como nuestras decisiones, pero en un grado que no acabamos de percibir como determinante de la ecuación que define el vaivén de nuestros días. 
Estamos condicionados a ello, y basta con variar un mínimo algunos detalles para salir de nuestra zona de confort; y, cuando dejamos que eso suceda sin interponer nada al cambio que conlleva, es cuando podemos darnos cuenta de quienes realmente somos.

Es cierto, y me considero una febril seguidora de esa filosofía, que los mejores momentos están una vez salimos de la ya mencionada zona de confort. Definir ese área es algo bastante complicado, ya que abarca tanto territorio, personas, sentimientos y, como no, rutinas. Así que, en cierta manera, se podría decir que también es necesario salir de la rutina para vivir, siendo esta aquello que nos mantiene vivos y, de alguna manera, cuerdos. Porque si viviéramos continuamente en el sin-vivir de idas y venidas que supone intentar bailar un vals en el tiovivo, es imposible que siguiéramos viviendo, o por lo menos que siguiéramos siendo los seres racionales que hipotéticamente somos. Simplemente, viviríamos para seguir viviendo. 
Es algo así como una versión extendida de Darwin, aplicado al mundo moderno en el que tenemos todo al alcance de un estiramiento de dedo; la rutina es aquello que nos permite no tener que estar venciéndonos a nosotros mismos, ni tirando los muros que creamos para seguir adelante, día tras día. Así que, si lo observamos desde un punto de vista más allá de lo que podemos conocer, la rutina nos acaba matando como especie, haciendo que, simplemente, no mejoremos por el simple hecho de que ya estamos bien como estamos. Estoy segura de que los dinosaurios también pensaron eso, y que en verdad les dio demasiada pereza cambiar su rutina una vez vieron acercarse el famoso meteorito; o sino, alguna otra explicación habrá.

Así que, en consecuencia, lo mejor que nos puede pasar es que, de cuando en cuando, seamos capaces de dejar atrás la rutina, y de adentrarnos en algo totalmente nuevo. Sin ir con demasiado cuidado, pero sin tirarse al vacío a ciegas, porque, sin duda, la razón de ello es seguir caminando. Necesitamos la enfermedad para seguir viviendo, y aprender de ello. Necesitamos errar para saber que es lo que nos sienta bien, y lo que nos hace seguir adelante, y crecer. Madurar, por lo menos. O, al menos, ser capaces de identificar que es lo que explota en el momento que detonamos las pequeñas burbujas que nos consumen cuando nos paramos a reflexionar sobre que es lo que está mal con nosotros. Y eso ya es un paso considerablemente grande. 
La rutina no contempla errores, dobles vueltas de tuerca, o despertares etílicos. No, la rutina implica un control relativamente total sobre los movimientos que rigen las agujas del reloj humano, para que nada se desvíe del orden establecido por nosotros mismos, para que todo aquello que reprimimos no alcance la superficie, al verse sepultado por horarios, conceptos y apeteceres sociales. La rutina no nos deja vivir, pero es lo que nos mantiene vivos.

Y aquí es cuando comienza la eterna disputa entre vivir o sobrevivir, por todo aquello que acarrea como decisión de modelo de actuación. Vivir implica los riesgos vitales que suple el sobrevivir, y sobrevivir sin más no nos deja vivir más allá de lo que sea respirar y pagar por el aire que consumimos. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario