jueves, 21 de abril de 2022

 

No sé como estoy. Supongo que un poco más cíclica que de costumbre, pisándome los talones día si, día también. Supongo que como siempre, como nunca, entre medías diría yo. Un poco como que quiero, pero como que no. No sé, supongo que bien. Supongo que mal. Ni de pena, ni viviendo mi mejor vida. Simplemente, estoy. 

Y eso que aquí hay muchísimas cosas que me gustan y me atraen. Que, probablemente, sea uno de los poco sitios en los que me veo viviendo durante bastantes años; y esto no pasaba desde 2010. Así que si, supongo que estoy bien. Que estoy descubriendo cosas, aunque me lleva mi tiempo. Y tanto que me lleva. Antes era más sencillo abrirse en canal, ponerse a sangrar en cualquier esquina, dejar que me estallara el pecho todos los viernes a la tarde. Ahora, parece que voy de puntillas, con miedo, sin querer despertar algo que quizás lleve tanto tiempo dormido que se ha marchado. Como quien no quiere molestar en casa ajena. Sin prisa, con cautela de no tropezar, porque tenemos las costillas de porcelana e igual no somos capaces de volvernos a componer. También creo que recuerdo el tiempo pasado de una manera distinta a la que realmente sucedió: que, realmente, mis mejores momentos fueron también realmente malos y raros, y que ahora solo guardo en la memoria lo que me conviene para seguir adelante. Pero que de aquellas, quizás más descuidada, quizás más inconsciente, también tenía miedo, e iba con pies de plata. Que los días se hacían enternos mientras solo veía anochecer desde mi ventana, y pasaban coches con las luces encendidas, y hacía frío, y el frexo era lo único que me mantenía despierta. Que los inviernos eran realmente duras pero, ¿y las primaveras? Que primaveras. Quizás las primaveras si que fueran más rápidas, más trapidantes y dinámicas; pero aún estamos en invierno. Y los inviernos no son para mí, como no soy yo para tantas otras cosas. Ni lo eran entonces, ni lo son ahora. Y tengo la impresión de que, en invierno, lo que hacía (y todavía hago) es bajar al sótano y darle de comer a todas las criaturas que tengo ahí escondidas, bien por miedo a que me vean, o por miedo a verlas a ellas. Convivir con ellas, escucharlas intentando no prestarles atención, mientras me arañan los tobillos y me mordisquean las orejas. Y me dejo vagar en esa habitación oscura, sin molestarme en buscar la salida ni abrir la ventana; simplemente, dejándome mecer por la comodidad de que, tocando fondo, no puedo ir más abajo. Y me acostumbro, y comienzo a sentirme cómoda, en casa, descalza, y desnuda. Bailando en la oscuridad, sola conmigo misma. Relamiéndome los dados, intentando recordar cuando fue la última vez que me sentí tan viva, estando tan perdida. Y dejo de distinguirme de las criaturas, para convertirme en una de ellas, y beber de mi propia soledad. 

Hasta que se hace la luz. Y comienzo a desperezarme, sin quererlo y sin sentirme agusto con lo que está sucediendo. Sacudiéndome las telarañas y las pestañas, intentando volver a sentir la punta de los dedos. Desdibujándome de las sombras, echando de menos, siendo consciente de lo que acaba de pasar. Jurándome que no vamos a volver nunca más, sabiendo que nos volveremos a ver en menos de un año. Porque ese inconformismo que nos lleva a salir, nos lleva a bajar a los abismos cada cierto tiempo. Porque no podemos, ni queremos, quedarnos cómodos durante demasiado tiempo; porque entonces, nos pueden atrapar. Pero las costillas se nos resisten después de tanto tiempo en la oscuridad, las bromas se nos escapan, notamos el calor en las mejillas y no sabemos donde esconder las marcas de arañazos. Nos miramos desde fuera de nuestro propio cuerpo, y no nos reconocemos. No pronunciamos las mismas palabaras que salen de nuestra boca, ni las comprendemos. Pero poco a poco, empezamos a encontrarles algo de sentido. Poco a poco, nos adecuamos a la luz. Es primavera. Y es lo que tenemos que hacer, lo único que sabemos hacer.

 

Y abril esta terminando. Y ya llega mayo. Y siempre se nos dió bien mayo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario