Esto es una carta de una prisionera de la sociedad, pidiendo auxilio, exilio, tiritas y alcohol. Y no precisamente del etílico. Ah, y un poco de hielo. Siempre se nos olvida el hielo, y es casi lo más importante. Nadie se acuerda del hielo, pobre pequeño. Eso sí, si caen una gotas de lluvia, miramos al cielo. O si nieva, o si sale mucho vapor de la ducha. Pero al hielo nunca lo mira nadie, solo lo rompen.
Necesidad de huir, de escapar de aquí. De no pasar ni un momento más en ese huracán de vacíos, silencios, nadas y nuncas. Donde por cada suspiro cae una gota, y es la que colma el vaso. La última de este ciclo, la primera del siguiente. Somos agua, somos hielo, somos miedo. Pero quiero salir de aquí, a algún lugar, no me importa a cual, solo quiero desaparecer. Hacer un borrón y cuenta nueva, rápido, sin prisa, sin dolor, sin miedo. Una ayuda de alguien que tenga tiempo, espacio, y ganas. Simplemente, un techo donde poder respirar tranquila, donde poder llorar todo lo que no somos capaces de expresar, de escupir, o de pelear por ello. Porque hemos llegado a un punto en el que si no estás con ellos, estás debajo de ellos. O detrás. Da igual, el caso es que ellos siempre van a ganar.
Después, solo vamos a lamer las heridas de esta tormenta, compadeciéndonos de nosotros mismos, mirándonos en los espejos, acordándonos de lo que fuimos en un día, llorando al ver en que nos hemos convertido. Y nos tapamos los ojos, apartamos la vista, huimos como cobardes ante los resultados de un éxtasis de lo que creíamos libertad, cuando no eramos más que dos idiotas cortándolo las alas con realidades aplastantes.
Así que ahora solo nos queda bebernos el tiempo que nos queda en vasos fríos, buscando finales alternativos en el fondo de ellos, cruzando miradas de reproches, que igual no llegan lo suficientemente lejos. Pero que, quieras o no, al fin y al cabo, compartimos hielos.

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