jueves, 5 de julio de 2012

Universos de recuerdo.


Se llamaba Dimitri y tocaba el acordeón en la calle paralela al colegio. Siempre en el mismo sitio, siempre la misma canción triste, pesada. La tocaba con los ojos cerrados, con su gorro verde sucio tapándole la frente, camisa de cuadros rojos grandes y pantalones vaqueros rotos y manchados en las rodillas. Y la funda del acordeón, con el forro a pedazos, en el suelo. 
Siempre empieza igual. Llega con paso lento, en silencio, hasta la esquina de la calle. Sin sonreír, mirando al punto fijo donde deja la funda, la abre, y saca su viejo acordeón. Perfecto, brillante, aún sin acabar de pulir, un tanto desgastado, que a veces desafina; pero perfecto, de todas formas. Se sienta en el alfeizar de la ventana baja que da a la calle de esa casa, con una pierna doblada. Ajustando las claves, las cuerdas, la correa que se cuelga del cuello. Tantea las primeras notas, despacio, con delicadeza, como quien toca a una mujer por primera vez. Con mimo, respeto, pidiendo permiso para avanzar hasta la siguiente tecla. Coge aire, suplicando un respiro, pensando que sí, que esta vez, todo va a acabar.

Y se levanta, mira a cada lado de la calle, un rodeo de torero liso, en busca de un toro encabritado que este dispuesto a no dejarse empitonar hasta la saciedad. Retando al mundo entero a pedir que se aleje de allí. Cierra los ojos, despacio, y deja asomar una sonrisa torcida, la única que he visto en él. Y empieza a tocar, esa cancioncilla triste, que hace que se te encoja el corazón, que se esconda en tu puño cerrado. Que te lleva a esa persona en la que ya no quieres pensar, aquella por la que inundaste el almohadón de lagrimas una y otra vez. Y quieres pedirle a Dimitri que paré, por favor. Pero lo único que vas a hacer es quedarte allí de pie, mirando como sus manos se deslizan de un lado para otro, con los ojos cerrados, mientras se balancea al ritmo de la música, dejándose llevar, mecer, rodear, acunar, por eso que a ti te ha echo volver a sitios que creías perdidos. Esperar, solo queda esperar a que acabe. Y tú cierras los ojos, quizás para que no duela tanto, o solo para intentar sentir lo que él siente. De repente, acaba. Y abres los ojos, y ves como él mira hacia ti. Con ojos tristes, de dolor, de alguien que siente que se ha perdido para siempre. Que tu dolor no es tan grande como el suyo. 

Solo queda continuar andando, con la cabeza todavía en aquel lugar al que ya no podrás volver. Y la de Dimitri, en su isla de recuerdos, donde él ya no tiene que usar su viejo acordeón para ganarse la vida. Y volver al día siguiente, para escuchar la misma serenata. Día tras día, hasta que al final, sin venir a cuento, y sin aviso previo, desaparece. Solo queda la ventana, donde él se apoyaba para ajustar las tuercas a su universo de recuerdos compartidos con la callejuela paralela. 

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