Jugar para engañar no es bueno. Da igual lo que apuestes, lo que quieras ganar, lo que estés dispuesto a perder. No está bien jugar haciendo daño, quitando lo que había y dejando la miel en los labios cuando las piezas ya están en la caja. No es justo, las reglas están para acatarlas. Empiezas a jugar, pierdes o ganas, dependiendo de la mano. Después, se acaba. Y cuando se apagan las luces, sabes que no hay vuelta atrás, que el mal juego de hoy no tiene que repercutir en el de mañana. Simplemente, eso es lo que hay.
Pero como en cualquier juego, en este también hay tramposos. Hay quien cuenta cartas, quien engaña al sistema, quien soborna a los árbitros. Siempre hay alguien así, escondido detrás de la máscara de quien jamás sale mal parado de una mala mano. Que asiente con una sonrisa que no deja dudas de la tensión, que sorbe lentamente el vaso, esperando encontrar la respuesta en el fondo. Hasta que toca techo, se da cuenta de que está apunto de perder el imperio, y acaba con todo. Gasolina y cerilla, el método de los rápidos.
No queda tiempo para andar de puntillas esquivando las esquinas puntiagudas, los silencios incómodos, las miradas tensas. Esto ya no es una partida triste de verano solitario, de necesidad de querer y no poder. Eso mucho más, es poner sobre la carretera todo lo que perdimos en el empate, y correr por encima de ello. Sin mirar atrás, porque ya no queda más que polvo, cenizas, recuerdos mojados que no sirven para nada, solo para dejarlos en cualquier caja de cartón esperando a que pase quien la quiera. Guardándola de la lluvia, eso sí, que el respeto por delante. Tiene que quedar ahí para los restos, para seguir aferrándose a algo cuando nadie quiere ver lo que puede haber más allá de una risa congelada en papel. Darlo todo por perdido, cuando ya no queda nada que perder.
Luego, la cuestión de principios, el orgullo, que te come por dentro, te susurra, y te atrapa. Que tienes que acatarlo, vivir con ello, sin remordimientos, pero sin querer volver a ello. No hay que arrastrarse, ni plantearse un futuro de dos. Si te engañas una vez, te engañas para siempre, pero aprendes de ello. Mantener la cabeza alta, y seguir pasando de largo, pidiendo a gritos volver al punto donde desapareció el rastro de eso por lo que luchaste, pero que, en el fondo, sabes que estás mejor sin ello.
No queda tiempo para andar de puntillas esquivando las esquinas puntiagudas, los silencios incómodos, las miradas tensas. Esto ya no es una partida triste de verano solitario, de necesidad de querer y no poder. Eso mucho más, es poner sobre la carretera todo lo que perdimos en el empate, y correr por encima de ello. Sin mirar atrás, porque ya no queda más que polvo, cenizas, recuerdos mojados que no sirven para nada, solo para dejarlos en cualquier caja de cartón esperando a que pase quien la quiera. Guardándola de la lluvia, eso sí, que el respeto por delante. Tiene que quedar ahí para los restos, para seguir aferrándose a algo cuando nadie quiere ver lo que puede haber más allá de una risa congelada en papel. Darlo todo por perdido, cuando ya no queda nada que perder.
Luego, la cuestión de principios, el orgullo, que te come por dentro, te susurra, y te atrapa. Que tienes que acatarlo, vivir con ello, sin remordimientos, pero sin querer volver a ello. No hay que arrastrarse, ni plantearse un futuro de dos. Si te engañas una vez, te engañas para siempre, pero aprendes de ello. Mantener la cabeza alta, y seguir pasando de largo, pidiendo a gritos volver al punto donde desapareció el rastro de eso por lo que luchaste, pero que, en el fondo, sabes que estás mejor sin ello.

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