domingo, 25 de noviembre de 2012

Nid


Hoy no voy a dormir. No voy a poder dormir nunca más, básicamente porque alguien que tiene roto el pecho, roto el alma, que esta sangrando lágrimas vacías por dentro, no creo que sea capaz de encontrar la paz encerrada en ese remolino de abandono. Escalofríos, ojos húmedos, temblores impropios de quien no suele tiritar bajo ninguna circunstancia. Porque cuando tienes la certeza de que ya has superado aquello que te devastó físicamente en un giro irónico e hiriente del destino, en la vuelta de esa esquina que  más de una vez recorrimos juntos, que la recorrimos por separado el doce de julio. Al girar el edificio, entre coches que van demasiado lento, y piernas que huyen de la lluvia, un golpe de suerte. ¿De suerte? La suerte no duele, no aniquila por dentro cuando sobreviste al estallido que te dejo en el suelo, con la mano en la mejilla todavía roja y aguantando las lágrimas por orgullo propio. La suerte te hace sentir dichoso; no te hace volverte pequeña, como quien no existe, como quien no tiene a donde ir. Como quien no tiene solución, y solo hay una salida a todo. Una salida simple, escaleras arriba, ventana abajo. 

Es una lucha constante entre lo que quiero, lo que tengo que hacer, y lo que siento. Sería más fácil ser una cobarde, y negarme a aceptar que soy un borrón al otro lado del pasillo, mientras que me hundo en todo lo que emana del otro lado del patio. Es fácil intentar sacarme de todos los sitios que en algún momento tuvieron un significado, intentar hacer que deje de ir a donde suelo ir o hacer lo que hago, simplemente, porque se que nos vamos a encontrar. Esto es una ciudad demasiado pequeña como para no vernos las caras unos a los otros, para no saber quien juega con quien a que, para no poder esconderse para siempre. Y es por eso por lo que me quiero ir lo más lejos posible, para no tener que curarme entera cada vez que te veo venir, o cada vez que te veo ir.


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