Hay días que, por más que quieres seguir a delante, con la cabeza alta y sin daños colaterales, vuelves a tocar fondo. Una y otra vez, vuelves a caer en los mismo vicios que pensaste que ya habías dejado atrás. Vuelves a pensar que, ¿quien sabe? Alguna vez todo volverá a ir bien. ¿Porqué? Porque ves que él ya ha continuado con su camino, mientras tu sigues recordándolo en cada esquina, cada película, cada parpadeo. Y por más que te afanes en decir que es mentira, que estás otra vez dispuesta a apostar, el fondo de ti sigue chillando a gritos lo que sabes. Que sigues abajo, hundida, resignada a no ser más que un cero a la izquierda, pequeño, siempre.
Pero te acabas acostumbrando a esta sensación. Es saber que estás mal, que tienes ganas de llorar a todas horas, de gritar, de huir. De marcharte para siempre, sin más, que no te echen de menos; o que si que lo hagan, y que corran hacia ti, para decirte que todo ha sido un error. Y mientras esperas eso, seguirás con esa estúpida sonrisa en la cara, que más que hacer bien, duele. Que solo sirve para seguir diciendo que todo va bien, que eres feliz, que te da igual con quien está y con quien vuelve a suspirar. Pero no, en el fondo, mientras sonríes así, por dentro estás gritando de rabia, de dolor, llorando por todo lo que has perdido, sin saber porque.
En cambio, otros días, te quieres comer el mundo, y matas a la llorona con la culpa de hielo, partiendo en silencio, mientras duerme, para no despertarla hasta que estés lejos, dispuesta a hacer ruido.
Y no es más que miedo, miedo a quedarse sola.

No hay comentarios:
Publicar un comentario