Necesito parar, frenar, respirar, tomar aire, ser libre. Coger un tren, de madrugada. Sí, el frío de la noche, la densa niebla que cubre la respiración entrecortada de los que buscan, sedientos de ansiedad, de frenesí, la luz del medio día. Insaciables espectros de la felicidad comercial, del peso del querer y no poder. Secretos de cartón, mentiras piadosas, ilusiones que rompen al contacto con aire fresco o al viejo sol. Desaparecer un día, dos, tres, hasta que nadie te eche de menos. O mejor, que quede todavía una persona que se levante cada mañana con la vaga esperanza de que ese día será precisamente en el que vuelvas. Un pequeña decepción cada noche, después de una última mirada de anhelo a la puerta, un suspiro callado contra la almohada.
Salir de aquí, ya, como sea, constando lo que cueste. Desconectar, apagarse, reiniciar, buscar un nuevo punto zen donde poder volver a empezar. No hace falta que todo sea nuevo, solo necesito que esto se acabe. Nos hemos metido en un bucle de magnitud centesimal, sin salida, sin retorno, sin nada más que el sentido común, mientras dure. Día tras día, sumidos y sumisos a la misma rutina, la misma cuenta atrás para la silenciosa capa negra que vendrá y lo teñirá todo negro, con el final del camino como premio. Y estaremos decididos a cruzar hasta el final, ¿para qué? Para seguir siendo esclavos de nosotros mismos, una y otra vez, hasta no ser más que polvo y olvido.
Yo, sinceramente, no sé quien soy, ni que quiero ser, pero sé que no voy a ser.

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