Quiero pensar que no necesito respirar para ser quien soy. Que no tengo ataduras, necesidades, medios, preguntas. Y por supuesto, tampoco tengo respuestas que dar. Me gusta ser invisible, a veces. Ser susurró de papel, mirada de cristal que traspasa el negro ámbar que oculta lo inexplicable, el silencio que nunca quisiste presenciar. Ser una mota de nada, un desliz de cielo que se ha colado por la rendija del mechero, dispuesto a ser consumido en la última calada.
Pero de repente, llega algo, una señal divina, un eco de voz que chilla sin descanso en tu nuca, esperando a que te gires para hacer que te muerdas el labio. Un cambio, una vuelta de tuerca. Para transformar lo que no era nada, en algo especial que merezca la pena conservar. Un pequeño recuerdo, en una gran historia. De miedo, de hadas, de amor, de niñas buenas que acaban convirtiéndose en las brujas de la siguiente pesadilla antes de Navidad. O en las princesas del cabaret donde los hombres que durante el día ajustan sus pedazos de seda roja con almidón en sus importantes cuellos van a reprimir sus penas materiales, y sus esclavitudes morales. No son nadie, aunque ellos piensen que están cambiando el mundo. Se creen jóvenes dispuestos a enseñar de lo que son capaces, nuevos, sin estrenar, todavía en rodaje. En realidad, ya se les ha pasado el tiempo: son viejos, con canas, zapatos con las suelas gastadas y remendados en zapatero de barrio. Americanas demasiado sudadas y con cierto olor a tabaco de liar. Camisas con el cuello amarillento, que delatan la falta de frotado, quizás porque su mujer ya no está en casa. Por aquella chica del cabaret.
Y mientras todo sigue girando, yo voy a seguir buscando mi punto de apoyo, mi fuerza de voluntad, mi modo de ser.
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