viernes, 18 de octubre de 2024

 


Según este espacio del internet, el 2023 no sucedió, y gran parte del 2024 tampoco.

Si me hubieran preguntado hace unos años si hubiera sido capaz de no escribir aquí durante un año, me hubiera reído. Que decir de casi dos años. Y hubiera sido una risa ingenua que me deseo todos los días, que hubiera implicado que no sabría que es lo que está sucediendo. Que no se imagina que puede pasar en la vida, en la rutina, para no tener tiempo para sentarse y escribir. O no tener el valor para hacerlo, para cerrar el mundo que la rodea para simplemente ser, canalizar, y sentir. Y al final ahí es donde reside la cuestión de lo que ha sucedido estos años: no tener valor para sentir.

Porque si lo hiciera, tendría que enfrentarme a las consecuencias. Y hay momentos en la vida, en el día o en las horas, en los que una no está preparada para enfrentarse a las consecuencias de lo que se ha hecho, de lo que ha permitido hacerse. Que la responsabilidad es mía, más que de nadie ni de nada más. El abandono que me he hecho durante los últimos años, en casi toda mi veintena, ha repercutido en que poco a poco me haya ido apagando. Y he pasado los últimos dos años reconstruyéndome. Me sonrío pensando en la retórica cansina y machacona que utilizaba durante tantas y tantas tardes de Florence y teclado, hablando sobre como me construía para reconstruirme (déjame destruirme, que me estoy construyendo). E igual hacer ese proceso de manera metódica y repetitiva fue lo que me salvó de hundirme y ahora tener que reconstruirme pedazo a pedazo, piedra a piedra, año tras año. Que las destrucciones pequeñas que sentía inmensas no han tenido nada que ver con el cataclismo que cayó sobre mi cabeza. Y puede que siga aquí porque todos estos años en los que caía y me levantaba me hayan enseñado a encontrar la manera de hacerlo, de como detectar las señales en el camino de subida. Antes, la versión a la que llegaba tras volver a construir sobre mis propias ruinas era siempre (o casi siempre) una versión mejorada, más veloz, más afilada, de quien era antes. Y ahora, tras años en este proceso, he llegado a una persona diferente. Ni mejor, ni peor, sino completamente diferente.

Años atrás, otro tema con el que me llenaba la boca y las tardes era sobre el duende o como quisiera que lo llamara de aquellas. El tener algo que resuena en las entrañas, que retumba contra las costillas, que no te deja dormir, que te araña desde dentro pidiendo salir, que se engancha en las caderas. Y estoy total y completamente maravillada con la fijación que tenía en encontrarlo, en reencontrarlo, estación tras estación, como síntoma de que todo estaba bien, de que volvía a ser quien era. Ahora, no hay nada. No hay inquietudes, no hay peligro, no hay sensación de ahogo, de incertidumbre. Porque puede que lo que antes consideraba que era inspiración, lo estuviera confundiendo con ansiedad. Que le haya cambiado el nombre. Que lo que antes mitificaba como algo interesante y diferenciador, no fuera más que una manera desesperada por encontrar el perfeccionismo enfermizo con el que me he criado y que he seguido alimentando. Lo que nos gusta romantizar una enfermedad mental crónica, oye. Pero también, lo que nos gusta crear un imperio gracias a ello, una personalidad, una manera de ver la vida a través del único prisma que hemos encontrado. Y la manera que tengo de seguir pensando que aquellos tiempos, eran mejores. Porque hay días, como los de hoy, en los que cualquiera cosa sería mejor este vacío que siento en mitad del pecho. Esa rutina inquietante que se repite prediciblemente, que agota mis horas sin saber como se suceden una tras otra, que me arruga las comisuras de los labios y me hace cada vez más débil y blanda. Que siento que cualquier ruido, por pequeño que sea el eco que pueda resonar en mitad de mi ser, sería mucho mejor que este conformismo al que todavía no me he adecuado a vivir. 

Porque no es que las cosas sean mejores ahora, sin tanto ruido, e intentando continuar sanar viejos hábitos. Son diferentes, y todavía no sé que pienso sobre ello. Entiendo que es lo que me dicen sobre lo que estoy dejando atrás, y que es a lo que estoy intentando llegar; no soy tan masoquista, aunque no podemos negar los años y años que tengo a mis espaldas de ponerme la zancadilla a mi misma para poder demostrarme que puedo levantarme. Y entiendo la teoría detrás de este camino. Lo que me está costando aceptar es esta nueva personalidad con la que me he encontrado, esta persona que nunca he sido pero que es lo único que me queda. Que no sé como aceptar, como querer, como valorar cuando sigo mirando al pasado con ojos tiernos. Y es lógico, ya que es imposible que recordemos con detalle como eran las cosas antes, y que solo tengamos imágenes de nuestros mejores momentos, y que los cortes que recibíamos duelan mucho menos, porque casi no se ven las cicatrices. Supongo que un adicto nunca deja de serlo, y que tiene tendencia a volver a lo que le hacía vibran antes, a las esquinas oscuras donde podía encontrar lo que antes vanagloriaba llamando duende. Pero entiendo que hay que encontrar otras maneras, otras razones para seguir caminando.

¿Qué vamos a hacer? Supongo que un buen camino para empezar es escuchar y decidir que es lo que quiero. No siempre tenemos la oportunidad de convertirnos en un lienzo en blanco, de volver a comenzar, sin ataduras, porque lo hemos perdido todo de nosotros. Supongo que esta ha sido la verdadera reconstrucción de la que tanto y tanto he hablado, y que por fin parece que está terminando. Puede que todos mi anterior versión haya sido la preparación de los cimientos, que estos dos años haya sido la verdadera reforma, y que ahora nos hayan entregado las llaves. Que falten cosas por pulir, ventanas que cambiar, juntas que sellar; y que el espacio se sienta vacío, impersonal, muerto.

Escribir de esta manera siempre me ha hecho abrir los ojos, ser positiva con lo que viene. Llegar a una conclusión que me haga dormir mejor los viernes por la noche. No creo que sea casualidad que hoy haya tenido la necesidad de ponerme a Florence a todo volumen y recordar la contraseña de este blog. No lo creo, no lo creía entonces ni lo creo ahora. Puede que no todo haya cambiado. Esto es una oportunidad. No para volver a ser quien era, ni una versión mejorada de lo que he dejado atrás; sino una oportunidad única, que nunca he tenido ni nunca me he dado. Para ser quien cojones quiera ser. Y no tengo ni puta idea de quien es esa persona. Pero, lo bueno de haberme abandonado por completo durante tanto y tanto tiempo, es que hay muchas cosas que han dejado de importarme. Y no saber quien soy, es una de ellas. Lo que antes me daba tanto pánico (no poder definirme, no ser importante, no ser interesante), me da absolutamente igual. Pero sé que no quiero ser gris, no quiero estar vacía; y no creo que pase nada por no saber de que color voy a pintar las paredes, con que quiero llenarme y empaparme. A donde me va a llevar todo esto

Puede que sea la versión más libre que he sido jamás, y la más vacía. Y puede que por ello esté en mi punto más interesante, porque no tengo absolutamente nada que contar sobre mí. Porque todavía no existo, todavía no me conozco.

Puede que todo esto vaya a comenzar a suceder de nuevo.

lunes, 19 de septiembre de 2022

 


Perder el rumbo es dejar de huir, por paradójico que suene.

Perder el rumbo es encontrarse por las mañanas cuando estás acostumbrada a recorrer las esquinas de las sábanas antes de poder respirar. Perder el rumbo es descubrirte sabiendo que puedes mirar a través de las ventanas sin sentir como se te aprisiona el pecho. Perder el rumbo es estar en silencio, sin que tiemblen las paredes. Porque perder el rumbo es alejarse de lo conocido y perderse donde todo son primeras veces. Y estamos perdiendo el rumbo al asentarnos en los vértices, al encontrar armonías cuando todo sigue girando, sin sentir la necesidad de echar a correr al mismo tempo.

Perder el rumbo es haber desecho la maleta por primera vez en mi vida y haberla guardado en el altillo de un armario, no tenerla a medio hacer debajo de la cama lista para despegar. Perder el rumbo es echar raíces sin querer, llenar habitaciones de libros con la tranquilidad de que pueden pasar años hasta que te los leas, volver a escribir con las velas encendidas pero sin la necesidad de arrancarse las costillas para poder sentir algo. Perder el rumbo es poder acariciarte y sonreír, sin segundas intenciones, sin intentar poner tiritas sobre heridas abiertas. Perder el rumbo es haber encontrado un sitio que sabe cada vez menos a estación de tren, o a aeropuerto de madrugada. 

Así que aquí no encontramos, a pesar de las idas y venidas, poniéndonos como prioridad y estando más perdidas que nunca, sin dejar de estar más enteros de lo que jamás habría creído estar. Porque esto es salirse de la norma, de la rutina de llegar, quemar y huir. Es haber establecido cimientos con sentido, siendo todavía castillo de naipes; pero con la sensación de que las decisiones que estamos tomando son las adecuadas, no únicamente lo correcto. Que lo adecuado y lo correcto, como siempre, no tienen absolutamente nada que ver, y también depende de la hora del día en el que me preguntes. Y, por primera vez, está todo extrañamente en calma, y no tengo la necesidad de agitarlo para poder concienciarme de que está todo bien. Porque realmente está todo bien, y ahí es cuando siento que estoy perdiendo el rumbo. Porque es extraño, es antinatural, es lo que no he aprendido a hacer jamás y resulta raro que esté pasando cuando todo debería sentirse patas arriba, doloroso y distante. Y no lo está siendo, y se está convirtiendo en todo lo contrario. No dejo de encontrarme a mí misma apreciando pequeños momentos, disfrutando de lo más ínfimo con el simple hecho de que está pasando, y que me hace sentir bien. Porque es lo único que me está importando últimamente, y realmente es aterrador. ¿Cómo te relacionas con tu entorno, con lo que te ha moldeado durante los últimos veintisiete años de tu vida, ahora que entiendes que nada tenía sentido, que no eras tú el problema? ¿Cómo te sobrepones al abismo que estás levantando a tu alrededor, mientras no puedes dejar de girar y sonreír? 

Porque todo está cambiando, estando en la calma más absoluta en la que ha estado desde que mi mundo es mundo. Porque al final, puede que el truco al final del sombrero fuera, simplemente, dejarlo de intentar, sentarse en la arena y dejarse atravesar, dejar de huir. Que nos atrapen, y dejarse mecer en las horas que no podemos controlar. 

Que igual termino estrellándome, como siempre, y en unas semanas la maleta vuelve a estar debajo de la cama, con lo suficiente para poder empezar en cualquier otro lado. Pero, cada noche que sigue estando en el altillo, sigo ganando, sigo perdiendo el rumbo, sigo asustada por diferentes razones que se sienten demasiado extrañamente felices como para tenerles realmente miedo. 

Porque huir es seguridad, es zona de confort, es hacer lo que llevo haciendo casi diez años, siempre saliendo victoriosa y preparada, cautelosa, para volverlo a hacer otra vez. Huir es casa. Quemar, derribar cimientos, escapar en mitad de la noche, es hogar. Querer volver, escuchar los silencios, permitirme no moverme, eso es lo que significa perder el rumbo, no seguir el patrón, ser capaz de salir de ahí. Sin saber cómo ha pasado.

Sin saber que viene después.

 

viernes, 3 de junio de 2022

 No rain, No flowers shared by cass 🖤 on We Heart It

Hablemos de sentirse bien y de retomar viejos hábitos. De sentir que estoy avanzando, de que las entrañas vuelven a ser conocidas, de reencontrase en los espejos, de reconocer lo que me hace vibrar; y darme cuenta de que cada dos pasos que doy hacia delante, doy uno hacia atrás. Hablemos de volver a sentirme libre, sin saber que es lo que quiero sentir al hacer lo que me hace temblar. Hablemos de sentir que vuelvo a ser, y que eso nos de miedo. Pero no miedo paralizante, sino miedo de ser capaz de reconocer el instinto en las pupilas. Y recordar todo lo que eso implica. Y perderse durante unos instantes en el fervor que emana de mitad del pecho, con los ojos cerrados y los oidos abiertos. El saborear lo que hace años que no siento, no por culpa de nadie, sino porque llevo demasiado tiempo girando en mi propia espiral. Hablemos de lo que me corroe las tripas desde hace unos días, y que no quiero pronunciar por no hacerlo más real de lo que ya es. De lo que no puedo dejar de pensar porque sigue sabiendo demasiado dulce como para querer olvidarlo.

Durante unas horas, unos instantes, o una etermidad, volví a mi punto más alto. Volví. Fue sentirme renacer en mi misma, intenso, fugaz pero muy real. La confianza, el mirar sin estar viendo, el hablar sin pronunciar media palabra. El saber que puedo consquistar las ciudades que quiera solo con pensarlo. El saberme imparable, sin dejar de tropezar. Entara y completa, después de tanto y tanto tiempo. Supongo que todos estos meses, tanta distancia, tanto verme lejos y libre y sola y suelta, me han llevado a este punto. A tener que reencontrarme conmigo misma porque no había otra opción, a dejar de refrenar todo lo que gira porque yo también estoy girando. El crecer y florecer, porque la otra versión no la contemplo. E igual, alejarme de todo lo que me hace daño, de todo lo que me ha consumido, ha hecho que termine por volver lo que había perdido y me estaba matando no encontrar. Así que, sin duda, el momento era el indicado, porque se llevaba gestando durante meses. Y, aún así, sigo arrastrando todo lo que he aprendido, lo que me he ganado y lo que no quiero dejar soltar. Y todo eso, se ha amoldado a la perfección con lo que estoy encontrando. Presente y pasado, por fin congeniando y permitiendo que me levante y camine con la cabeza erguida. Siendo todo lo que quería, lo que anhelaba, lo que tantas y tantas noches me he pedido a mi misma entre las esquinas más profundas. Por fin ha sucedido. Así que, estando en el punto más alto en el que me he encontrado desde hace años, era de esperar que pasara lo que pasó.

Que volví a vicios y constumbres que creía olvidadas, que no me permitía recordar, ni quería hacerlo. Porque esto que soy, no es algo que quiera, pero si de lo que me siento orgullosa; porque brota de lo más cercano a lo que tengo en el pecho, y es quien soy. Y, realmente, estoy en paz con lo que soy. Así que dejarme llevar por las sonrisas y una mano burda en la espalda, fue como darle un mordisquito a un dulce después de años sin azúcar. Placentero y sintiéndolo ilegal, la combinación perfecta. Unas imágenes y unas palabras que tengo a fuego grabadas en el cerebelo desde hace días, que no quiero ni puedo olvidar, y que no sé que hacer con ellas. Y la realización de haberme sentido poderosa con todo ello. No solo por reafirmarme en quien he sido, por volver a sentir la emoción y la adrenalina, el placer y el juego de antaño. Sino también por llevar las riendas, saber hasta donde quiero llegar porque soy consciente de lo que estoy apostando, y lo que no quiero perder por noches inseguras. Que esto, puede que sea crecer, madurar, o empezar a ser consciente que he aprendido a respetarme y quererme. Que primero voy yo, lo que necesito y lo que quiero, y que luego puede venir el resto, si es que todavía quieren volver. Y, mientras tanto, yo seguiré bailando en zapatillas en mi habitación, porque no necesito nada más. Y, aún así, soy incapaz de olvidar, de seguir adelante, de aceptar que he sido yo quien ha apagado las llamas antes siquiera de que pudieran encenderse, de hacer malabares para no imaginar futuros hipotéticos que suenan demasiado tentadores como para no querer zambullirse sin bombona de oxígeno ni gafas de bucear. Que el sentirme deseada, que tenía el control, que lo nuevo podría absorverme y lo sentía en todas las teminaciones de mis brazos; no es algo que pueda simplemente dejar escapar entre mis dedos. Y ahora, viene la dicotomía de que es lo que realmente quiero, aunque en el fondo de mi ser lo tengo claro. Pero echo mucho de menos sentirme como me he sentido, y quiero más, y más. Y, al final, aunque estemos en un nuevo capítulo, aunque haya vuelvo en parte a quien fui sin dejar de ser quien soy, no puedo dejar de preguntarme el dicho "pero y si". Sin querer, sin poner esfuerzo en evitarlo. Y continúo reafirmándome en mi respuesta, mientras dudo de si eso es realmente lo que quiero, sabiendo que si lo es. Y es confuso, y es doloroso, y es agotador. Pero también es placentero, familiar, agradable y no quiero dejarlo ir. Querría quedarme en esa noche, sin consecuencias, sin cambiar nada ni ir más allá, durante horas y horas. Querría ser capaz de recordar cada instante, de poder ponérmelo en repeat hasta la saciedad. De aprovechar todos los fotogramas para arañarme los muslos, para apretar los puños y dejar que la cabeza prendiera contra las paredes. 

 Porque no me arrepiento, y es lo que más me jode. Porque lo he hecho bien, y es lo que más me jode. Y, en verdad, nada de todo esto me jode. Simplemente, me despierta curiosidad de comprobar hasta donde voy a llegar, hasta donde me va a seguir compensando escoger lo que tengo sobre lo que podría tener, hasta donde voy a querer seguir apostando y jugando. Porque, joder, me encanta el juego. Y se me da jodidamente bien, y me hace sentir genial. 

Lo que tengo claro es que, en parte, he conseguido todo lo que pretendia al irme. Reencontrarme, permitirme el volver a casa, que siempre ha sido la misma aunque haya terminando odiándola. Aceptar y sentirme agradecida con quien soy, con todo. Dejar de intentar forzar cosas que no existen por el simple hecho de que era lo que más me convenía; dejar de estar en modo supervivencia. Y ahora, que ya he vuelto, me he adecentado y limpiado la humedad de las paredes, ¿qué es lo que vamos a hacer? No lo sé, no me importa, y solo quiero poder revivirlo todo. Una vez más. Y otra vez. Y otra. Y otra. 

Solo quiero hacerme bien, y ahora sé que eso solo depende de mi. Que tengo, por fin, el control de nuevo.

jueves, 21 de abril de 2022

 

No sé como estoy. Supongo que un poco más cíclica que de costumbre, pisándome los talones día si, día también. Supongo que como siempre, como nunca, entre medías diría yo. Un poco como que quiero, pero como que no. No sé, supongo que bien. Supongo que mal. Ni de pena, ni viviendo mi mejor vida. Simplemente, estoy. 

Y eso que aquí hay muchísimas cosas que me gustan y me atraen. Que, probablemente, sea uno de los poco sitios en los que me veo viviendo durante bastantes años; y esto no pasaba desde 2010. Así que si, supongo que estoy bien. Que estoy descubriendo cosas, aunque me lleva mi tiempo. Y tanto que me lleva. Antes era más sencillo abrirse en canal, ponerse a sangrar en cualquier esquina, dejar que me estallara el pecho todos los viernes a la tarde. Ahora, parece que voy de puntillas, con miedo, sin querer despertar algo que quizás lleve tanto tiempo dormido que se ha marchado. Como quien no quiere molestar en casa ajena. Sin prisa, con cautela de no tropezar, porque tenemos las costillas de porcelana e igual no somos capaces de volvernos a componer. También creo que recuerdo el tiempo pasado de una manera distinta a la que realmente sucedió: que, realmente, mis mejores momentos fueron también realmente malos y raros, y que ahora solo guardo en la memoria lo que me conviene para seguir adelante. Pero que de aquellas, quizás más descuidada, quizás más inconsciente, también tenía miedo, e iba con pies de plata. Que los días se hacían enternos mientras solo veía anochecer desde mi ventana, y pasaban coches con las luces encendidas, y hacía frío, y el frexo era lo único que me mantenía despierta. Que los inviernos eran realmente duras pero, ¿y las primaveras? Que primaveras. Quizás las primaveras si que fueran más rápidas, más trapidantes y dinámicas; pero aún estamos en invierno. Y los inviernos no son para mí, como no soy yo para tantas otras cosas. Ni lo eran entonces, ni lo son ahora. Y tengo la impresión de que, en invierno, lo que hacía (y todavía hago) es bajar al sótano y darle de comer a todas las criaturas que tengo ahí escondidas, bien por miedo a que me vean, o por miedo a verlas a ellas. Convivir con ellas, escucharlas intentando no prestarles atención, mientras me arañan los tobillos y me mordisquean las orejas. Y me dejo vagar en esa habitación oscura, sin molestarme en buscar la salida ni abrir la ventana; simplemente, dejándome mecer por la comodidad de que, tocando fondo, no puedo ir más abajo. Y me acostumbro, y comienzo a sentirme cómoda, en casa, descalza, y desnuda. Bailando en la oscuridad, sola conmigo misma. Relamiéndome los dados, intentando recordar cuando fue la última vez que me sentí tan viva, estando tan perdida. Y dejo de distinguirme de las criaturas, para convertirme en una de ellas, y beber de mi propia soledad. 

Hasta que se hace la luz. Y comienzo a desperezarme, sin quererlo y sin sentirme agusto con lo que está sucediendo. Sacudiéndome las telarañas y las pestañas, intentando volver a sentir la punta de los dedos. Desdibujándome de las sombras, echando de menos, siendo consciente de lo que acaba de pasar. Jurándome que no vamos a volver nunca más, sabiendo que nos volveremos a ver en menos de un año. Porque ese inconformismo que nos lleva a salir, nos lleva a bajar a los abismos cada cierto tiempo. Porque no podemos, ni queremos, quedarnos cómodos durante demasiado tiempo; porque entonces, nos pueden atrapar. Pero las costillas se nos resisten después de tanto tiempo en la oscuridad, las bromas se nos escapan, notamos el calor en las mejillas y no sabemos donde esconder las marcas de arañazos. Nos miramos desde fuera de nuestro propio cuerpo, y no nos reconocemos. No pronunciamos las mismas palabaras que salen de nuestra boca, ni las comprendemos. Pero poco a poco, empezamos a encontrarles algo de sentido. Poco a poco, nos adecuamos a la luz. Es primavera. Y es lo que tenemos que hacer, lo único que sabemos hacer.

 

Y abril esta terminando. Y ya llega mayo. Y siempre se nos dió bien mayo.