A veces, nos ignoramos. Fingimos que no existimos, rehusamos mirarnos al espejo durante días, semanas o incluso menos. Sabemos que algo va mal, que algo no funciona y que nos está consumiendo desde dentro; pero pretendemos que todo va bien, que eso que duele no es más que un mal día, una mala racha, una mala vida. El resultado de decisiones conscientes que se tomaron en su día, y que lo que está sucediendo en el presente hace que nos replantemos, aunque posiblemente no tenga nada que ver. Y, entre prisas y necesidad de darle la vuelta a las manecillas del reloj, he pospuesto el momento de sentarme a oscuras en mi cuarto, acompañada por la música y el compás de mis dedos sobre el ordenador, para escribir esto. No sé ni cuantas veces lo he intentado, pero han sido tantas como veces que he tirado la toalla. Por miedo. Por cobarde. Por no querer darme o darle la razón a esa persona que habita en mi pecho y que solo grita para despertarme en las temporadas en las que, o todo va muy bien, o todo se cae por su propio peso.
Y así me encuentro, comenzando a despertar y a ser consciente de que llevo más tiempo del que me puedo permitir rehuyendo de mí misma; escondiéndome en la leyenda de aquello que solía ser, esperando que los rumores me precedan y me arropen por las noches, susurrándome en el oído que todo va a volver a estar bien. Pero la vida, como siempre, no funciona como nos gustaría; y por mucho que quieras pelear contra una pared de hormigón, ella siempre te devuelve los golpes más fuerte. Más de lo que puedes soportar. Así que no es suficiente volver a coger aire y cargar una vez más; hay que parar, analizar, recoger lo que te queda, y planificar un último golpe certero. Es así de sencillo, las cosas a medias tintas no funcionan, y hay que asumir que, a veces, hay que parar. A veces, hay que crear la calma que precede a la tormenta. Y, a veces, no eres consciente de ello hasta que no te queda más salida de la ratonera que hacer que llueva, y que la riada se lleve las paredes.
Así que no es cuestión de culpar a nadie, ni al karma, ni a las hormonas; el presente, el pasado y el futuro, además de al reloj, nos pertenece a nosotros. Alguien muy sabio dijo una vez que "libertad significa que puedes escoger el camino correcto o el incorrecto; de cualquier manera, tu camino", y no puede tener más razón. Por mucho que lo veamos todo negro, que intentamos abarcar más de lo que nos podemos permitir; por más que queramos desistir, dejarlo todo y tomar el camino que ahora mismo nos parece fácil, la decisión que nos ha llevado a donde estamos la hemos tomado nosotros. Y no quiere decir que sea la correcta, la mejor, o la que nos vaya a hacer feliz; pero ha sido nuestra decisión, libre y rotunda. Y también puede ser nuestra decisión abandonarla, o seguir dejándonos la piel en el intento.
Lo que quiero decir es que, en el momento en el que nos encontramos en la encrucijada, sin aire en los pulmones y sin fuerzas para seguir llenándonoslos, hay que parar. Hay que respirar. Hay que rodearse de la gente que quiere cuidar, y cuidarla y dejar que te cuiden. Hay que reunir todos los motivos que te llevaron a donde estás ahora, y celebrarlos. Y al día siguiente, tomar la decisión que creas conveniente. Cerrar la puerta, y no volver a abrirla hasta que hayas completado el camino por el que la has dejado cerrada a cal y canto. Y entonces, cuando hayas encontrado una nueva encrucijada, y solo entonces, puedes tomarte la diligencia de volverla abrir. Porque será entonces cuando necesites la experiencia de aquello que en su día fue capaz de arrastrarte a lo más bajo, de poder apreciar el conocimiento que te ha dado para enfrentarte a la nueva pared de hormigón.
Pero no he sido capaz de ver todo esto, y he estado estancada en el mismo muro demasiado tiempo. Dando cabezazos en vano, queriendo ver grietas donde solo estaban los surcos de mis lágrimas, creyendo que el destino estaba cerca. Ilusa. El camino solo acaba de comenzar, y ya pretendes dar con el final; cuando estás pretendiendo obviar lo mejor. Y mientras yo seguía empeñada en abrirme paso a toda costa entre medias de algo que no llevaba a ningún lado, me he acabado de perder. Me he descuidado. Me he anulado, yo solita. He cerrado otras puertas por centrarme única y exclusivamente en esta. He dejado de lado o menos-cuidado a gente que me rodea que yo he decido querer en mi vida. Y todo esto me ha llevado a quedarme vacía, por dentro y por fuera. Desprovista de calor, de ganas, de fuerza; de todo lo bueno que había cultivado durante años. De risas, de humor, de prisas sanas, de correr, de sentirme bien y feliz.
¿Lo bueno? Que estoy convencida de que no es demasiado tarde. ¿Lo malo? Que tengo que parar. Y que si hay algo que me encanta, es correr, y sentirme en la competición. Pero, en casos como estos, solo necesito parar, para volver a empezar a correr. Y es lo que toca ahora, descansar. Curarme. Dejar que me curen. Pero hacerlo de verdad, no poner la tirita y pedir el alta al día siguiente para ir gimoteando por las esquinas al momento que la herida vuelva a doler. No. Tengo que hacer el postoperatorio y la rehabilitación completa; y después, ir a las reuniones sin saltarme ni una. Aguantar hasta que me chirríen los dientes, hasta que me vea del todo preparada, sin arriesgarme a volver a meterme en la autopista estando incompleta. Porque si el año pasado ya estaba jugando con mi límite, este año lo he tensado con creces. Y no creo que, ni física ni mentalmente, pueda aguantar otro desliz más de la cuerda sin haberla asegurado del todo; y la altura desde este puente al que me he subido yo sola y sin ayuda está demasiado alto como para saltar sin arnés.

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