A días visto del fin de un año, o del comienzo de otro (ahora ya depende de cada uno, y de la historia del vaso medio lleno, el optimismo vital y toda esa filosofía barata de la que nos sentimos penosamente orgullosos de adquirir, sin ser nada más que tragaderas insurgentes creadas para seguir controlando pensamientos planos, pero ese ya es otro tema), quizás es hora de reflexionar lo que estos últimos doce meses han supuesto.
Por mucho o por poco, doce meses es tiempo suficiente como para cambiar a alguien; ya sea su manera de ser, de pensar, de afrontar la vida, o de continuar respirando. Porque de todo se aprende, de todo se crece, y de todo se sacan reflexiones morales como para mantenerse en vela la mitad de las noches. Porque, como sucede con todo periodo de tiempo que abarque más de unos escasos minutos, hay caídas terribles y grandes remontadas, que acaban definiendo nuestros pasos. Y cómo y dónde nos encontramos en estas fechas, año tras año, que tomamos como puntos de control.
No ha sido un gran año; ni de los mejores, ni de los peores. Ha estado ahí, y se ha acabado, sin más. No lo voy a echar de menos, porque tampoco es que me haya aportado algo excesivamente bueno; y tampoco me alegro de que haya acabado, por eso de que es mejor malo conocido que bueno por conocer. Pero si que me ha servido para aprender unas cuantas lecciones de esas que se graban a fuego en las pupilas y que hacen que no vuelvas a ver el panorama del mismo color, ni con el mismo enfoque.
No todo es lo que parece, y quienes parecen más fuerte son los que más jodidos están.
Echar de menos es un proceso obligado para llegar al perdón, y a la despedida.
Llorar no es de cobardes, sino una manera de liberar la carga a la que te sometes por ser incapaz de delegar sentimientos en el resto.
Puedes querer con todo lo que quieres, que si la situación no es propicia, no hay cuentos de hadas suficientes como para salvarte.
Hay quien siempre va a estar ahí para levantarte, aunque se mantenga en la sombra; y a quien puedes dar de hostias en su momento, que se solucionará sin problema ninguno. Porque hay gestos que salen del corazón, y que se agradecen tarde o temprano.
Las cosas imprescindibles para seguir caminando se cuentan con los dedos de las manos, y a veces sobran miembros.
Mamá tiene razón en más cosas de las que voy a admitir en el resto de mis días.
Hay heridas que aparecen por razones incomprensibles, que de destrozan y hacen que una piel no vuelva a ser la misma; y no es deber de nadie más que tuyo el ponerle remedio.
El amor se sufre en silencio, y no hay manera de acallarlo (no con tequila, no con ron-Jagger).
No hay nada más bonito que admitirse a uno mismo que sientes, aunque no por la persona que deberías, ni en el momento que deberías, y menos cuando estás con quien no sientes.
El orgullo mata; y estoy empezando a creer que trae más problemas de los que estoy dispuesta a admitir.
Todo trabajo tiene su recompensa, por mínima que sea; y sino, siempre nos queda el enriquecimiento personal, y el ser un poco menos gilipollas de lo que eramos ayer.
Quizás no hay que esperar a que las cosas tengan lugar, y hacer que sucedan; tirar del mundo si hace falta por ser feliz, sería la cuestión, al fin y al cabo.
No podemos decidir que nos hagan daño, pero si elegir quien nos lo hace. Pero tampoco es cuestión de evitar que nos hagan daño a toda costa, porque ahí es cuando aparecen los problemas de confianza. Yo tengo problemas de confianza en muchos aspectos. Ya sea porque no quiero hacerme daño, o porque no quiero hacer daño; y el problema, es que no confío en mí. Sí, ya sé que lo normal en el asunto este de la confianza es no confiar en el prójimo; pues en este caso es lo contrario. No me veo preparada para dejar que alguien confíe en mí, y si ese asunto no lo he resulto en dos años, no sé porque puede ser este el año en el que lo solucione.
Puede ser porque ya toca.
Tampoco me importaría comenzar a tomar decisiones en serio, no dejándome guiar por un instinto atrofiado, alcoholizado y machacado, que hace ya tiempo que no funciona y que no me trae nada más allá que dobles sentidos, giros inesperados y hundimientos en mi pozo de mierda constantes. Que sí, que errando se aprende; pero si eso fuese cierto, aunque fuera en la mitad de los casos, yo debería de estar más que aprendida. Y no seguir tropezando día tras día, año tras año, con las mismas situaciones, y no ser capaz de tomar el camino optativo por una vez. Que vale que haya madurado, que vea las cosas de otra manera, y que entienda la vida con más criterio que mucha gente mucho mayor; pero no soy capaz de reflejarlo en mis acciones. Sigo siendo un saco de hormonas que se deja guiar por patadas de suerte y golpes de felicidad momentáneos, sin pensar que va a ser de mí al día siguiente. Que eso lo resulta la yo del futuro. Y así me va.
No sé que me depara este año.
Tampoco tengo claro que lo quiera saber.
Pero es lo que toca.
Y solo podemos apechugar con ello, otro año más, hasta que venga el definitivo.
El año, no el hombre.
Cada vez tengo un poco más claro que al hombre definitivo lo tuve que martirizar en mi tierna infancia y que se dedica a huir de mi desde entonces.

No hay comentarios:
Publicar un comentario